lunes, 30 de abril de 2007

De Somníferos y Oratoria

Enero-2007
“¡Desde lo alto de esas pirámides, cuarenta siglos os contemplan!”
Napoleón, mostrando las pirámides a sus tropas. Egipto, 21 de Julio de 1798.

Anterior al dominio que en el debate han alcanzado el power point, los elementales chistes y las sosas y predecibles presentaciones, -fácilmente asimilables pero de comprensible olvido- había forma distinta de hacer las cosas. Natural es que hubiese antes malos exponentes e insípidos discursos. Sustancial es anotar que se premiaba al hábil expositor y al bien logrado discurso; la oratoria, por muchos reverenciada, era un arte. Hoy, por el contrario, se tolera el perezoso discurso y poco se anima la elocuencia, debido, tal vez, al olvido de la lejana época y a la fobia de hablar en público. La fina oratoria, inspiradora, soñadora de diversos mundos y posibilidades ha sido reemplazada por un insulso palabreo, aburrido y, no con infrecuencia, desesperante. Lastimera situación que por ejemplo, ronda nuestro Congreso, pero que es faceta recurrente de la actualidad, también extranjera.

Grandes oradores e inolvidables discursos hubo alguna vez. Por lo reducido del espacio, recordemos apenas algunas pulidas frases, sin énfasis grande en su contexto ideológico o social. Napoleón, en 1804, decía “La muerte no es nada. ¡Pero vivir vencido y sin gloria es morir todos los días!” Similarmente, el bereber Tarik había dicho, en el 711, durante la batalla de Guadalete: “La muerte es el fin de los males, la victoria causa de alegría; no hay cosa más torpe que vivir vencidos y afrentados.” Al regresar de Elba en 1815, decía Napoleón a sus soldados, “En vuestra ancianidad, rodeados y apreciados de vuestros conciudadanos os escucharán con respeto la narración de vuestras hazañas y podréis decir con orgullo: ¡Yo también formaba parte de aquel gran ejército que franqueó dos veces las murallas de Viena, las de Roma, de Berlín, de Madrid y de Moscú, y que lavó la mancha arrojada sobre París por la traición y la presencia del enemigo!”

Federico II, en 1757, en la batalla de Rossbach, decía al ejército prusiano, “¡Todo lo que tenemos y podemos tener en el mundo está pendiente de la espada que desnudamos para combatir!” Camilo Desmoulins, en su célebre discurso del 12 de Julio de 1789, en París, proclamaba, “¡A las armas! (…) La infame policía está aquí; me mira y me observa atentamente. ¡Sí, yo soy el que llama a sus hermanos a la libertad!” Garibaldi, en 1871, durante la guerra franco-prusiana sentenciaba: “(…) la sangre, las lágrimas y la desesperación de los grandes pueblos engañados han abierto esta nueva era (…)” Breve es el espacio, pero varios los nombres de insignes oradores: Pericles, Cicerón, Lamennais, Mirabeau, Donoso Cortés, Churchill, por citar algunos.

La elocuencia oradora, admirada en el pasado, es hoy tratada con indiferencia, e incluso con desprecio. Hoy, un mundo incrédulo, acaso cínico, produce, como en masa, conferenciantes idénticos. Hablan, ora elementalmente, ora de forma enrevesada. Propondrán cosas distintas, tal vez, pero es difícil saberlo. Sus palabras son los más eficaces somníferos en el mercado.

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